Soy de la generación del cassette, que conoció el
Betamax, luego el VHS y finalmente el DVD. El Blu-ray, confieso, aún no conozco
el primero. Mi infancia y adolescencia tuvo lugar en los teatros, antes que
llegaran las películas online y el aire acondicionado en 3D. Tengo el recuerdo
de meses donde los carteles no cambiaron y tocó repetir película. Y atestiguo
que “vamos pa’l teatro” no era la invitación al estreno de una obra teatral,
sino palabras obligadas para dirigirse al cine, un código de la época y hoy
extinto en la generación del embrujo virtual.
“¡Aleluya hermanos!” impactó los oídos en la década
del noventa. Fue un anuncio comercial, un slogan no descifrado en el momento, y
que al percatarnos ya contaba con varias empresas establecidas. Eran
multinacionales de la fe, con un mercado asegurado y más rentable que las salas
de teatro de la ciudad.
De los teatros que existieron en Palmira, conocí
menos de la mitad: Teatro Materón, Teatro Palmira, Teatro Rienzi, y el Teatro
Palmeras. De éstos solo sobrevive el Rienzi. Sin las películas, pero sobrevive.
Lo hace gracias a los diezmos que bendicen sus butacas y agotan las entradas.
Aunque la bendición no es tan efectiva, sus iglesias cargan un tormento, los
exorcismos han fallado; no se conoce el pastor que haya logrado borrar los
gemidos del porno que habitó los martes en su sala, o en sus baños.
El Materón también se encuentra vivo, parece un
carro por debajo, pero vive aún. Desde la década del noventa el municipio
prometió restaurarlo. Es la promesa más vieja y descarada que conozco. La
corrupción que gobierna le reza a diario. Y parece que son escuchados. Miles de
millones de pesos han sido robados tras la excusa de convertirlo en “Teatro
Municipal”.
Este año se ejecuta un nuevo contrato: 11.400
millones harán el milagro. Prepárense entonces. En siete meses habrá teatro y
fotos en la página web de la Alcaldía. Anuncio que el contraste será perverso. Porque por otro lado el Hospital San Vicente de Paúl estará liquidándose, y éste no ganará una foto junto al alcalde.
Los otros dos teatros tuvieron un final siniestro.
La cirugía plástica borró sus fantasmas, les despojó del espanto, y les impuso
el terror de las nuevas fachadas: mercados persas sin ningún aprecio por la
arquitectura, la memoria y la nostalgia de amanecer en la tienda de la esquina.
Con la llegada del Betamax creímos despojar del
“control” a los teatros. Éramos dueños de lo que veíamos, a la hora y el día
que quisiéramos. La tecnología tiene esa particularidad, confiere la ilusión de
poder a las personas. Finalmente se descubre que el mercado lo controla todo.
Murieron los teatros, y el monopolio de los multiplex emergió triunfante. El
cóctel es poderoso: centros comerciales con 3D, discotecas, juegos y WI-FI. Es
una ilusión light, una caja que simula un barrio virtual, bonito, sin
angustias, donde la cotidianidad es enrarecida y el marketing del turismo niega
la pobreza.
A veces visito el multiplex. El sonido es
espectacular, la imagen increíble, y los asientos, mejores que mi cama. Pero no
logran encantarme. En los teatros era diferente, la oscuridad recordaba la
noche, y el proyector estaba hecho de cocuyos; en el multiplex, la oscuridad es
solo protocolo, es como si la luna ya estuviera vendida.
Por: Alexander Escobar
*Artículo
publicado por la revista El Clavo, en su edición número 63 de marzo de 2012.
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