Por: Lucas Restrepo Orrego[1]

Los tiempos cambiaron: de una parte, el
humanismo liberal se impuso en los discursos jurĆdico-penales y, de otra, el
suplicio fue paulatinamente abandonado por un castigo privado y exhaustivamente
reglamentado en miras a retomar el nuevo objeto del castigo: el alma y ya no el
cuerpo. Sin embargo, apareció de forma extraña a este movimiento liberal la
estrategia de la prisión: una rehabilitación sin rehabilitación que terminó ocultando
y aislado el suplicio, integrƔndolo a los pequeƱos mecanismos de control que
constituyen las instituciones de encierro. Mientras que, ya bien entrado el
siglo XIX, el mundo rechazaba los castigos fĆsicos a travĆ©s de los códigos
penales clƔsicos, en las nuevas cƔrceles de Francia, BƩlgica y Estados Unidos
se implementaban pequeƱos rituales de tortura
como una parte esencial de la imposición de la disciplina interna.
Desapareció la humillación pública pero emergió, en su lugar, un sinnúmero de
humillaciones privadas operadas ya no por autoridades judiciales sino por agentes
administradores de la prisión.
Es asà como, en nuestra sociedad, la cÔrcel
no puede funcionar si no es a condición de hacer recaer sobre el cuerpo del
prisionero un sinnúmero de castigos adicionales a la sola privación de la
libertad. “Intercambio” de tiempo de libertad por rehabilitación que viene
acompañado de un largo suplicio y que, en Colombia, adquirió ya dimensiones
brutales. Ahora bien, las importantes conquistas de los pueblos en las
declaraciones de derechos contenidas en el texto constitucional de 1991 son,
mƔs que abstracciones humanistas, verdaderas reivindicaciones frente a los
estados de dominación y explotación presentes en nuestra sociedad.
Especialmente los prisioneros saben que el contenido de la dignidad humana
trasciende cualquier discusión teórica entre un profesor de derecho
constitucional y su alumno: ellos piden el control sobre sus cuerpos.

En la ciudad de Cali, por ejemplo, con una
intensidad hasta paradójica vivimos esa humillación. La nueva obra pública, el
“Boulevard del rio” construido sobre la avenida Colombia, se convirtió en la
ruta de nuestra contemporƔnea marcha de los condenados: dos cuadras de este
hermoso sendero peatonal paralelo al Rio Cali
y que circunda el centro de la ciudad, son el nuevo callejón de las
humillaciones: personas encadenadas de pies y manos transitan difĆcilmente la
imponente obra, flanqueados por su azul escolta y observados no sin sorpresa
por algunos transeĆŗntes. El contraste es sorprendente: un sĆmbolo del “renacer
caleƱo” pareciera verse momentĆ”neamente manchado por el lento y hasta ridĆculo
caminar de esos sucios “malandros”. No obstante, podemos lanzar otra mirada: aquel
progreso gris no puede venir si no estƔ acompaƱado de la sangre y el sufrimiento.
El feo espectƔculo que se ofrece en tan inmaculado lugar es un recordatorio:
caminarÔs por este boulevard libre o encadenado. Es tu decisión.
¿Y a semejante brutalidad que contestarĆ” el
INPEC o la Ministra de Justicia? Que se han presentado fugas, que la guardia no
tiene capacidad logĆstica para responder a los pedidos de la justicia, que no
hay recursos para ofrecer un tratamiento humanitario, que algunos presos son de
alta peligrosidad. Y mĆ”s allĆ” de las respuestas obvias que cualquiera podrĆa
ofrecer (que las fugas no son responsabilidad de los presos sino del INPEC
mismo, que no tienen por quƩ sufrir las consecuencias de la ineficiente
justicia colombiana, que la peligrosidad marcada por una acusación no autoriza
un tratamiento indigno, que la inocencia y la buena fe se presumen, etc.) lo
cierto es que a la Ministra no le interesa seguir escarbando las minucias de la
brutalidad punitiva y que al INPEC no le interesa mƔs mala propaganda.
El caso de Cali es, pues, una incomodidad
porque es inevitablemente pĆŗblico y, sin embargo, es el modelo que se
implementarĆ” de manera generalizada. En un paĆs donde la palabra “dignidad
humana” abunda en las sentencias judiciales pero escasea en la vida real, nada
mejor que hacer efectiva la función preventiva del castigo haciéndolo brutal,
público y desplegando con toda intensidad esa brutalidad en los escenarios mÔs
simbólicos. Los tiempos de las masacres en la plaza pública no han terminado,
solo que ahora la sutileza es el signo de la barbarie.
Este escrito es un homenaje a las
prisioneras polĆticas de la CĆ”rcel de JamundĆ, quienes de forma valiente y
arriesgĆ”ndose a castigos insoportables, han decidido denunciar la nueva “marcha
de los condenados”. En nombre de todos los presos del paĆs, nos han pedido a la
sociedad colombiana que acabemos con esta ignominia. Que rechacemos estos
brutales encadenamientos y estas humillaciones pĆŗblicas a que son sometidas.
Nos han pedido tambiƩn que denunciemos y exijamos el fin de la tortura llamada
disciplina, porque no es solo carencia de recursos para atender a los presos
sino tambiƩn estrategia para someter sus deseos y sus ideas.
ArtĆculo publicado en el Semanario Voz
Del 31 de julio de 2013
[1] Abogado penalista y defensor de derechos humanos, egresado de la
Pontificia Universidad Javeriana Cali y Especialista en derecho pĆŗblico de la
Universidad Externado de Colombia. Miembro de la Corporación Colectivo de
Abogados Suyana y afiliado de ACADEHUM. Docente en derecho constitucional.
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