Le
agradeceré siempre al periodismo que me haya regalado varios encuentros
cercanos con nuestro Nobel de Literatura en diversos lugares de América Latina
y en épocas distintas de la vida.
2015/ Abril 18/ Las 2 Orillas/ Por: Jorge
Enrique Botero
Conocí a Gabriel García
Márquez, como la gran mayoría de los mortales, a través de sus libros, que yo
leía por aquellos días de finales de los 60 desafiando las advertencias de
algunos profesores retrógrados del colegio, quienes consideraban que aquellos
mundos de aguaceros interminables, donde desfilaban mujeres como Petra Cotes o
Pilar Ternera, eran toda una incitación a la lascivia. Eso, sin mencionar la
“clarísima intención subversiva” que se escondía detrás de aquellas historias
llenas de huelguistas masacrados por el ejército y de hombres que regresaban de
las guerras civiles a esperar una
pensión que el gobierno nunca les enviaría.
La primera vez que tuve en
frente a Gabo fue en 1987, en el lugar menos poético y más alejado del realismo
mágico parido por su pluma inigualable: una exposición industrial. La muestra
exhibía todo tipo de maquinarias y transcurría en La Habana (Cuba), donde él ya
tenía una preciosa casa en las inmediaciones de El Laguito, al oeste de la
ciudad. Su llegada fue intempestiva y cogió totalmente fuera de base a los
periodistas que nos encontrábamos en el enorme recinto, dedicados a reportear
las virtudes de los nuevos equipos hidráulicos búlgaros y el poderío de unos
tornos que se fabricaban e la Unión Soviética. Más árida no podía ser aquella misión periodística.
Con cinco años a bordo de su
Premio Nobel, García Márquez era ya toda una celebridad a quien le tocaba
lidiar con las multitudes que se formaban a su paso, así como con las luces y
los flashes de las cámaras. Recuerdo que mi primera impresión, cuando lo divisé
a unos cincuenta metros de distancia, fue la de estar viendo a un típico
personaje del Caribe, alegre y mamador de gallo, con una enorme sonrisa bajo su
bigote abundante. Era tal el furor que había despertado que durante unos
segundos deje de verlo pues se había perdido entre la masa que quería
saludarlo, decirle algo, así fuera en lenguas eslavas, o pedirle un autógrafo.
En esas andaba cuando recordé
que tenía en casa un gran afiche, publicado por una revista holandesa, en el
que aparecía él abrazado a su esposa, Mercedes Barcha. No lo pensé dos veces y
salí disparado hacia el pequeño apartamento del reparto Flores y que por
fortuna estaba a escasas cinco cuadras. Cuando volví, jadeante, Gabo no había
podido andar ni la mitad de la feria, así que me abrí paso entre la multitud
hasta que, hablando colombiano, logré llamar su atención y quedar a su lado. Su
sorpresa fue enorme cuando vio el enorme afiche; indagó dónde se había publicad
y mientras me lo firmaba, dibujando al lado de su nombre una margarita de largo
tallo, quiso saber a qué me dedicaba.
Le conté que trabajaba desde
hacía un año en la redacción central de Prensa Latina (PL) y pude ver cómo su
rostro se iluminaba, atravesado quizás por una ráfaga de recuerdos de sus días
de reportero. En 1961, él había abierto la primera oficina de PL en Bogotá y
ese mismo año fue su corresponsal en Nueva York, iniciando una larga y nunca
interrumpida relación con Cuba que lo llevaría a construir una estrecha amistad
con el líder histórico de la Revolución, Fidel Castro.
El nobel me preguntó cómo iban
las cosas por la agencia y prometió que se pasaría por la redacción, situada en
la hermosa Rampa del barrio de El Vedado. Yo, por mi parte, sin ninguna otra
opción, le pedí que me dejara hacerle una breve entrevista. El maestro esbozó
una sonrisa más bien burlona, me pasó el brazo por el hombro y –como si le
estuviera dando un preciado consejo al joven principiante- me dijo:
-Para que quieres hacerme una
entrevista si puedes hacer una crónica de mi visita a la feria.
Lo vi perderse entre su nube de
admiradores y salí volando para Prensa Latina a escribir una crónica que titulé
“Una tarde con García Márquez en Pabexpo”, en la que relaté detalles de su
inesperada aparición en el mundo de las máquinas.
Otro día cubano, unos meses
después, escribí otra crónica para PL, pero esta vez en uno de los hábitats
favoritos del Maestro: la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de
San Antonio de los Baños, creada por iniciativa suya. Allí disfruté junto a sus
alumnos de una fantástica clase de cine dictada por el Premio Nobel de
Literatura. Lo acompañaba la guionista colombiana Martha Bossio, que por
aquella época había logrado darle un vuelco a las telenovelas, sacándolas del
tono y la forma de los culebrones, para darle paso a historias frescas,
interpretadas por personajes más parecidos al ciudadano común y corriente, con
adecuadas dosis de humor, amor, poder, celos y venganzas.
El Gabo que vimos aquella
mañana luminosa, era un profesor provocador e incisivo, que no permitía los
desenlaces fáciles de las historias y les subrayaba a sus alumnos la
importancia de construir personajes sólidos. Escuchando las historias que
proponían sus estudiantes, echaba mano de múltiples ejemplos de la
cinematografía universal, en especial de las películas del neorrealismo
italiano que tanto alababa. También les transmitía sus propias experiencias
como escritor de cuentos, novelas y guiones. Ese día, según registré en mi
crónica, echó el cuento de cómo había escrito una y otra vez el final de
aquella formidable pieza titulada “El rastro de tu sangre en la nieve”.
CON GABO EN MÉXICO
Dos años después me lo volvía a
topar, ésta vez en México. Corrían los primeros meses de 1990 y un grupo de
periodistas de diversas agencias internacionales de noticias (yo seguía en PL)
habíamos sido invitados por el gobierno a cubrir un par de inauguraciones que
haría el entonces Presidente, Carlos Salinas de Gortari, en el norteño estado
de Coahuila. Las autoridades habían dispuesto un avión para el mandatario y su
equipo de gobierno, y otra aeronave para los periodistas. Nuestro avión parecía
tener alguna falla, pues llevábamos más de media hora a bordo y nada que
arrancábamos, cuando de repente descubrimos el motivo de la espera cuando entró,
de nuevo con su enorme sonrisa dibujada bajo el bigote, el premio Nobel de
Literatura. La conmoción fue general y lo primero que se escuchó fue una salva
de aplausos: eran colegas saludando al gran escritor que había subido por los
peldaños de la reporteria hasta las cumbres de la literatura, convirtiéndose en
una de las voces más potentes de nuestro continente.
En medio de la algarabía noté
que Gabo me había reconocido y cual no fue mi sorpresa cuando se dirigió a la
fila donde yo estaba sentado y me saludó con un apretón de manos mientras
decía:
-Ustedes los de Prensa Latina
ahora están en todas partes, no te imaginas la proeza que era aquello de hacer
periodismo para PL a comienzos de los 60.
Y allí, rodeado de colegas, nos
contó que había tenido un pequeño altercado con la gente de protocolo de la
Presidencia pues ellos insistían en montarlo en el avión de Salinas y él había
dicho que si no lo mandaban con los periodistas sencillamente no viajaría. Era
muy temprano en la mañana, nos habían citado a las cinco am, así que tan pronto
el avión tomó pista para despegar, casi todos, incluido el Gabo, roncábamos
plácidamente. En Coahuila lo perdimos: se lo llevaron para que acompañara a la
delegación oficial en las inauguraciones y al regreso lograron convencerlo de
viajar en el avión presidencial.