Resonancias de El Salvador en Colombia

Sin desconocer las diferencias, dos elementos fundamentales acercan a las realidades colombiana y salvadoreƱa: la injusticia social y los blindajes con los que las fuerzas retardatarias han protegido el sistema polĆ­tico de cada nación. 

2014/ Junio 23/ Por: Carmenza Elena Villacorta Zuluaga/

Siempre es difícil extrapolar dos realidades distintas, como en este caso son Colombia y El Salvador. No obstante, el hecho de que el país suramericano se encuentre ahora mÔs próximo que en intentos anteriores de lograr la reincorporación de la insurgencia a la vida civil trae resonancias hacia Centroamérica y no son pocos los anÔlisis que, desde Colombia, fijan su atención en los procesos de paz centroamericanos. Valga la experiencia salvadoreña para contribuir a la reflexión en torno del proceso colombiano y sus expectativas. Son muchos los rasgos que particularizan a Colombia. Si bien el surgimiento de las guerrillas coincidió con su aparición en toda América Latina, durante las décadas de 1960 y 1970, las colombianas son las únicas del continente que vienen desde entonces desafiando al Estado y continúan haciéndolo hasta hoy. A ello hay que agregar el fortalecimiento e impunidad del paramilitarismo y el narcotrÔfico como fenómenos que complejizaron la ya complicada situación colombiana. Se trata de actividades que han permeado profundamente en la realidad económica, política, social y cultural del país, al grado de atentar contra la cohesión nacional, trastocando los valores y desdibujando las fronteras morales.

Sin desconocer las diferencias, dos elementos fundamentales acercan a las realidades colombiana y salvadoreƱa: la injusticia social y los blindajes con los que las fuerzas retardatarias han protegido el sistema polĆ­tico de cada nación. Al problema de pobreza estructural, que en los dos paĆ­ses se encuentra en la base de los sangrientos conflictos que los caracterizan, se agrega la negativa de los sectores ultra conservadores a permitir la participación de las fuerzas de la izquierda en la escena polĆ­tica. Ejemplos particularmente dramĆ”ticos de esto Ćŗltimo se presentaron en El Salvador de la dĆ©cada de 1970, cuando, en dos ocasiones, los gobiernos militares acudieron a burdos fraudes electorales para impedir el arribo de una coalición de centro izquierda (la Unión Nacional Opositora, UNO) al Ejecutivo; y en la Colombia de 1980, cuando la casi totalidad de los miembros del partido Unión Patriótica (UP) fue aniquilada. Surgida en el marco de la negociación que el gobierno de Belisario Bentacur (1982-1986) adelantó con las fuerzas rebeldes, la UP nació como brazo polĆ­tico de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con un programa a favor de la paz y la profundización de la democracia. Pese a que el Estado colombiano se comprometió a garantizar el accionar polĆ­tico de la UP, dos candidatos presidenciales de este partido, 8 congresistas, 13 diputados, 70 concejales, 11 alcaldes y alrededor de 5.000 de sus militantes fueron sometidos a exterminio fĆ­sico y sistemĆ”tico por grupos paramilitares, miembros de las fuerzas de seguridad del estado (ejĆ©rcito, policĆ­a secreta, inteligencia y policĆ­a regular) y narcotraficantes. Dicho exterminio no solo ha sido negado por los sucesivos gobiernos colombianos y de ese modo dejado en la impunidad, sino que se reeditó, bajo la polĆ­tica de “seguridad democrĆ”tica”, durante los dos mandatos de Ɓlvaro Uribe (2002-2006, 2006-2010), dejando al menos 150 militantes de la UP asesinados o desaparecidos.

En los dos paĆ­ses el saldo del conflicto armado es atroz. En El Salvador, con una población actual de casi 6.3 millones de habitantes, se registraron 80 mil muertes por causa de la guerra civil, 500 mil desplazados internos y 500 mil personas que debieron migrar al exterior por razones polĆ­ticas. En Colombia, que actualmente cuenta con 47.7 millones de habitantes, se habla de mĆ”s de 500 mil vĆ­ctimas del conflicto y de la mayor cantidad de desplazados internos en el mundo: cerca de 6 millones de personas. En los dos paĆ­ses la guerra instaló lógicas, moldeó mentalidades e imprimió en la cultura polĆ­tica rasgos propios de la confrontación. TambiĆ©n en El Salvador la ultra derecha negaba —y continĆŗa haciĆ©ndolo— la existencia de un conflicto armado interno, aduciendo que se trataba de un “complot internacional” al cual habĆ­a que darle un tratamiento policĆ­aco. Perseguir, torturar, desaparecer y aniquilar a todo adversario polĆ­tico fue la solución encontrada por sectores de la Fuerza Armada y de la clase terrateniente para enfrentar lo que consideraban la “amenaza comunista”. El gran caudillo de la extrema derecha de El Salvador fue el lĆ­der paramilitar Roberto D’Aubuisson, quien aglutinó en torno suyo a las fuerzas mĆ”s obscuras del paĆ­s para liquidar a buena parte de los mandos medios de las organizaciones populares y a humanistas y religiosos de la talla del Arzobispo de San Salvador, MonseƱor Ɠscar Arnulfo Romero. Ese es el origen del partido ARENA.

El interĆ©s geoestratĆ©gico de CentroamĆ©rica para Estados Unidos y el delicado momento histórico en el que se desarrolló la guerra civil salvadoreƱa (durante la Ćŗltima dĆ©cada de la Guerra FrĆ­a), hicieron que la Casa Blanca impidiera el arribo del mayor Roberto D’Aubuisson al Ejecutivo del pequeƱo paĆ­s. Fue entonces cuando emergió Alfredo Cristiani, expresión de una nueva generación de la clase empresarial salvadoreƱa interesada en terminar con el conflicto para implementar, sin obstĆ”culos, el modelo neoliberal. Se trató de la polĆ­tica económica impulsada por ARENA, a lo largo de 20 aƱos de posguerra. Fue el aristocrĆ”tico Cristiani, legitimado por los rĆ©ditos que le proveyera el haberse convertido en “presidente de la paz”, quien puso a El Salvador en las garras del capitalismo salvaje.

Aunque al salvadoreƱo D’Aubuisson y al colombiano Uribe los diferencia el hecho de que el primero era un militar y el segundo es un universitario que ostenta un tĆ­tulo de Harvard, ambos son expresión del sector mĆ”s conservador de su respectivo paĆ­s, ligado a la propiedad de la tierra. Cristiani, en El Salvador, y Santos, en Colombia, representan, en cambio, a los grupos modernizantes dentro de las oligarquĆ­as que migraron del latifundio hacia el sector financiero. Las fuerzas enfrentadas durante los Ćŗltimos comicios en Colombia son esas: la ultraderecha paramilitar terrateniente y la derecha oligĆ”rquica financiera. Pero derecha al fin. Por eso no les faltaba razón a quienes, en medio de la enorme controversia generada por el triunfo del uribismo en la primera vuelta, optaron por la abstención o llamaron al voto en blanco como un modo de enfatizar que, en materia socioeconómica, Santos y Uribe son dos caras de la misma moneda. Incluso en el Ć”mbito militar no estĆ” de mĆ”s recordar que Santos, no solo fue el ministro de seguridad durante la segunda administración de Uribe, sino que, desde que es presidente, y aĆŗn mientras adelanta negociaciones con las FARC, no ha cejado en su intento militarista de diezmar a la guerrilla.

En El Salvador de principios de los noventa hubiese sido imposible para el insurgente Frente Farabundo MartĆ­ para la Liberación Nacional (FMLN) firmar la paz con alguien como D’Aubuisson, mĆ”ximo lĆ­der de aquellos que aseguraban que “negociación es traición” y para quienes la Ćŗnica manera de acabar con el problema de la guerrilla era liquidando a sus miembros (simpatizantes y sospechosos de simpatizantes, inclusive). Con todo y las tensiones que esto supuso para Cristiani, fue con Ć©l con quien los Acuerdos de Paz fueron posibles, porque sus intereses económicos superaron los resquemores polĆ­ticos que la negociación suscitó. DespuĆ©s de la firma de la paz y, en gran medida, gracias a los rĆ©ditos polĆ­ticos que esa paz le supuso a ARENA, la larga noche neoliberal duró 20 aƱos. Dos dĆ©cadas a lo largo de las cuales la guerra polĆ­tica cedió su lugar a una guerra social que puso a las pandillas juveniles en el centro de la escena.

En los albores de la guerra civil, en el año 1970, la posibilidad de que un gobierno popular rigiera los destinos de El Salvador parecía remota, prÔcticamente inalcanzable. Sin embargo, en 2009 esa quimera se hizo realidad. En 1992, el FMLN se convirtió en partido y, gracias a su habilidad para mantenerse cohesionado, pasó a ser la segunda fuerza política del país. Desde entonces ganó peldaños en la Asamblea Legislativa, se agenció importantes alcaldías, incluida la de San Salvador en varias ocasiones, hasta que, finalmente, accedió a la presidencia, logrando un traspaso de mando. El 1º de junio de 2014 el periodista Mauricio Funes cedió la banda presidencial a Salvador SÔnchez Cerén, un ex comandante guerrillero.

A juzgar por ese antecedente, tampoco faltó razón al amplio sector de la izquierda colombiana que votó por Santos y gracias al cual Ć©ste consiguió ser reelecto. Dichos votos deben leerse como votos a favor de la continuidad del proceso de paz que se desarrolla en La Habana. Pero es importante que el alivio ante la derrota del paramilitarismo y el entusiasmo por la posibilidad de concretar la negociación con las guerrillas no haga perder de vista que ni Santos ni los Estados Unidos se muestran favorables hoy al diĆ”logo por altruismo. ¿QuĆ© intereses económicos persiguen la derecha financiera y la primera potencia del continente en la salida negociada del conflicto colombiano? ¿Por quĆ© si hasta hace tan poco, apenas en el gobierno anterior, Washington apostó todo a la guerra, por medio del Plan Colombia, ahora estĆ” apostĆ”ndole a la paz? Las respuestas a estos interrogantes se irĆ”n esclareciendo en el futuro inmediato. Mientras, es necesario subrayar que solo la continuidad de la lucha popular y la visibilidad del horizonte de justicia social servirĆ”n de brĆŗjulas al doloroso proceso colombiano e impedirĆ”n a su bĆŗsqueda de paz naufragar en el electorerismo.


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