Debíamos actuar pronto pero necesitábamos el consentimiento de la madre. Ella desconsolada sólo lloraba y se llenó de miedo. Si denunciábamos, la reclusión podía tomar la decisión de quitarle el cupo para tener a la niña a su lado.

La pequeña
Manuelita[ii],
como todas las niñas y niños que conviven con sus madres en una prisión
colombiana, tenía menos de tres años de edad.
Ella y su madre de origen indígena.
Su madre, una valerosa prisionera política.
Manuelita debía
ir cada mañana al jardín infantil de la reclusión. Es una obligación para las madres que tienen
consigo a sus bebés y niñas y niños en prisión enviarlos al jardín so pena de
perder el cupo para la estadía de estos pequeños al lado de su madre hasta que
cumplan los tres años de edad. Una vez
cumplida esa edad, irremediablemente son separados de forma brusca las y los menores de sus madres. No hay
tratamiento psicológico posterior para ninguno (a) que ayude en algo a superar
el trauma de la separación.
El jardín
infantil era atendido por algún personal profesional, pero también trabajaban
allí algunas internas, era su forma de descontar tiempo de condena con trabajo,
tal como lo establece el código penitenciario colombiano. Ignoramos si para
este tipo de trabajo tan delicado existían algún tipo de evaluaciones que
determinaran la idoneidad de las internas que lo asumirían. Al parecer no era así.
Un día Manuelita
regresó del jardín al pabellón con su carita entre asustada y triste, parecía
que había llorado mucho. Ella sin aún
haber aprendido a hablar con claridad le decía a su madre que le dolía y
señalaba con un dedito de su mano su zona púbica. Su mamá la revisó y notó que sus partes
íntimas se veían efectivamente irritadas y al revisar su calzoncito noto una
ligera mancha como entre café y rojiza.
Enseguida su
madre acudió a algunas de nosotras, sus compañeras de más confianza y nos narró
lo ocurrido. Después de oírla nos
miramos en silencio unas a otras y las lágrimas prontamente asomaron a nuestros
ojos. Le dijimos a nuestra compañera que
debíamos denunciar urgentemente el caso ante organismos defensores de derechos
humanos y de las niñas y niños, antes que a la reclusión.
Debíamos actuar
pronto pero necesitábamos el consentimiento de la madre. Ella desconsolada sólo lloraba y se llenó de
miedo. Si denunciábamos, la reclusión
podía tomar la decisión de quitarle el cupo para tener a la niña a su lado y
entonces ya difícilmente volvería a verla.
Ella estaba condenada a 40 años de prisión. Logramos convencerla argumentándole que los
derechos de la niña estaban por encima de cualquier otra consideración. Finalmente llamamos a una organización y
otra, incluso a la oficina de alguna congresista. Pero los tiempos de quienes
están afuera son muy distintos a los de quienes están privadas(os) de la
libertad…
Mientras
esperábamos respuesta su madre tuvo que llevar a la niña a que la revisara un
médico de la reclusión, que es un médico general, en la reclusión no hay
servicio de pediatría. Enseguida las
directivas encendieron sus alarmas. El
médico le entregó un primer resultado a la madre en sobre sellado y le advirtió
expresamente que no debía abrirlo sino entregarlo al otro médico que en un
hospital externo a la cárcel atendería a la menor. La niña fue dejada interna varios días en el
hospital, pero para “sorpresa” nuestra, aunque en realidad nada de lo que
ocurre en la cárcel sorprende, entre medicina legal, los médicos y las
directivas de la reclusión informaron a su madre que nada “raro” había
ocurrido.
Unos días después
recibí una llamada de la oficina de la congresista a la que habíamos recurrido
para pedir ayuda. Me preguntaron que si
estábamos seguras de la denuncia porque después de haber hablado con las
directivas de la reclusión éstas les habían informado que nada malo le había
ocurrido a la menor.
Sin embargo,
dadas nuestras denuncias primeras, el Cuerpo Técnico de Investigaciones de la
Fiscalía visitó en varias oportunidades a la madre de Manuelita, incluso en su
celda. Se suponía que iniciaba un
proceso de investigación.
Supimos después
que la interna que trabajaba en el jardín, una presa social -así se denomina a
quienes están en la reclusión por delitos comunes- había sido cambiada a otra
actividad de descuento laboral. Hecho
que corroboramos un día cuando llegó al pabellón de las prisioneras políticas a
llevar surtido para el expendio de comestibles que hay en el patio. Esos comestibles son vendidos a las internas
que pueden comprarlos. Pero cuando ella ingresó al patio, Manuelita inquieta
señalaba con su dedito a la interna y se tocaba al tiempo sus partes íntimas. Era la forma de comunicarle a su madre que
ella era su agresora a quien las directivas de la reclusión sólo habían
cambiado de puesto de trabajo.
Poco tiempo
después en horas de la madrugada la guardia irrumpió en el patio perturbando
nuestro sueño. Pasaron celda por
celda dando la orden a varias de
nuestras compañeras de empacar lo que pudieran porque se iban de traslado a
otra reclusión. Nunca se sabe a dónde. Son momentos de incertidumbre, rabia e
impotencia. Entre las que serían trasladadas se encontraban mis compañeras con
las que coordinábamos el colectivo de Prisioneras Políticas del patio y con
quienes hacíamos las denuncias en materia de derechos humanos. Entre ellas también se encontraba como
candidata para el traslado la mamá de Manuelita, pero la niña aún se encontraba
con ella en la reclusión, hecho que argumentamos para que no la
trasladaran. Yo tampoco fui trasladada
esa noche por dos razones: estaba aún en detención preventiva, pues no había
sido condenada y la de mayor peso, había una fuerte campaña que visibilizaba mi
caso. A cambio, el hostigamiento que yo
vivía por parte de la guardia con cada denuncia que presentaba por las
permanentes las violaciones a nuestros derechos humanos se volvía insoportable.
A los días
supimos que nuestras compañeras habían sido trasladadas a uno de los peores
centros penitenciarios colombianos, la Tramacúa, en Valledupar, o mejor
conocido como el “Guantánamo” colombiano. Un centro penitenciario, construido para alojar
allí a hombres con altas condenas, pero en el que habían habilitado una torre
para ser ocupada por unas cien mujeres consideradas como prisioneras
“problemáticas”. Allí recluyeron a
mujeres condenadas por todo tipo de delitos. La clasificación de internas, en
especial por hecho punible, que establecen las leyes internacionales y
nacionales en materia de tratamiento para las personas privadas de la libertad,
era simplemente letra muerta.
Las mujeres allí
recluidas sufrieron desde el comienzo toda la adversidad de una reclusión, que
más bien era un centro de torturas, sin agua, con muy altas temperaturas,
enfermedades, sin qué hacer todo el día, alejadas de sus familias y donde como
mujeres prácticamente no existían, pues el régimen penitenciario regulaba
especialmente para los hombres.
Pero esas
mujeres invisibles se rebelaron, pelearon y con el acompañamiento de varias
organizaciones defensoras de derechos humanos y con la presión que por nuestra
parte ejercíamos los colectivos de prisioneras y prisioneros políticos, logramos
finalmente que la torre donde se recluía a las mujeres en La Tramacúa fuera
declarada proscrita y ellas fueron entonces trasladadas a otros centros de
reclusión.
Entre tanto,
Manuelita cumplió sus tres años y llegó el día en que dolorosamente fue
arrancada del lado de su madre y de nosotras quienes nos convertimos en sus
tías. Poco después su madre fue trasladada a otra reclusión lejos de
nosotras. Del proceso de investigación
del caso de Manuelita nunca volvimos a saber nada.
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