No
siempre hay un clima ni la calma propicia para escribir. A no ser que se trate
de literatura, pues su encanto radica en que ningún momento es propicio para
hacerlo. Con esto trato de excusarme de los mensajes que en poco
tiempo recibí y que no estuve en capacidad de responder. Nunca había sentido conjugadas
tantas angustias y peguntas sobre los momentos difíciles que atraviesan los
procesos de resistencia en Colombia, así como nunca volveré a tener tantos
mensajes en un solo día.
Ahora
cuento con algo de serenidad que me permite escribir. Sin embargo, no me está
dado resolver o decir algo que despeje las preocupaciones que refieren a la ola
de líderes sociales asesinados y el incumplimiento del Acuerdo de Paz por parte
del Gobierno. Tan solo estoy en posibilidad de compartir algunas cortas
experiencias que deberán sumarse a otras para construir, con cabeza fría y sensatez,
un modo de afrontar esta embestida brutal del Estado colombiano.
Cuando
trato de recordar mi vida en las luchas sociales, siempre imagino a Morpheus
con la píldora roja y la azul dándome a escoger entre una vida de confort – graduado,
con un buen trabajo y amado por la familia como hijo ejemplar– o la opción de
tomar la píldora roja para despertar en la resistencia con toda la
intranquilidad y la gastritis que ello conlleva.
Imposible
en mi mundo sería tener un ejemplo más gráfico para abordar el escenario de
complicaciones que implica tomar la píldora roja. Pero sin importar las
dificultades, el despertar trae consigo la bella recompensa de tener conciencia
de la libertad y la lucha colectiva que libera pueblos.
Casos
particulares y diversas circunstancias nos llevan a salir del estado de confort
para sumarnos a las luchas sociales. En mi caso concreto, abandonarlo fue un
despertar donde enfrentar a las formas y sistemas de dominación no es una
opción que tomamos, o algo que se escoja, hacerlo simplemente es un acto de
resistencia que emerge como respuesta natural, a manera de un flujo vital, de quienes
afirmamos la vida en medio de la barbarie. Y hacerlo, por lo regular, implica
sacrificar lo más cercano, o aplazarlo indefinidamente, por un ideal colectivo
que será materializado por otras generaciones de las que seremos parte esencial
de su memoria, como ya lo son otras generaciones que habitan en nosotros.
Sin
estado de confort también comprendí, ayudado por Nietzsche, que resistir al
sistema es enfrentarse al horror, “al más frío de todos los monstruos fríos”. La
comprensión de ello llegó de forma paralela mientras cientos de cuerpos
cercenados eran convertidos en cifras e informes de derechos humanos, y miles
de rostros que habitaban trochas y ríos eran condenados al humo indiferente de
ciudades convertidas en campos de concentración que infamemente pasaron a ser
denominadas como “albergues”. Fueron esos años unas de las épocas más
difíciles, de aprender que el horror siempre será superado por un crimen más atroz,
horrendo.
Y
es a partir de esos años que no recuerdo un periodo de tiempo en que gozáramos
de alguna ventaja en una lucha que siempre ha sido desigual. Recuerdo vivir
momentos de calma y avances significativos, pero siempre con la mente fija en
que el horror estaba preparando nuevos ataques. No importa qué tan alegre se
estuviera, o que el cine, la literatura y el teatro amablemente llenaran los lugares
que el alma oculta de la guerra, al final ni el amor lograba disipar el horror
latente.
Es
por eso que hoy percibo este duro escenario de recrudecimiento del
paramilitarismo y los crímenes de Estado, no como el exterminio inevitable de
la lucha social en Colombia –como proponían algunos mensajes–, lo percibo como
momentos difíciles de una lucha desigual que otras generaciones ya han
afrontado. Esto lo afirmo no sin sentir impotencia y la rabia más profunda,
pero también lo digo mientras recuerdo al movimiento campesino, indígena y
afrodescendiente que, luego de vivir las masacres y el despojo paramilitar de
las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), se levantó nuevamente a pesar de los
miles de muertos dejados por el terrorismo de Estado.
Repaso
estas experiencias y momentos que he vivido porque es a partir de ello que
puedo superar la inmadurez de lo inmediato. Es un breve recorrido que ahora me
permite comprender que resistir no implica necesariamente vivir para ver al
pueblo liberado, resistir es, ante todo, aquello que se vive para no permitir
que el sueño de liberación de otras generaciones muera con nosotros. De ahí que
la resistencia se me presente como una bella terquedad que, a pesar de tener
todo en contra, no claudica hasta que el sueño se cristaliza.
De
momento no tengo nada nuevo que escribir sobre lo que vivimos por estos días. O
no estoy en capacidad de registrarlo. Pero para quienes me sugirieron hacerlo,
manifiesto que lo que pude llegar a decir quedó consignado en apuntes sueltos y
párrafos escritos en algunas cosas que recuerdo ahora: Paramilitarismo, medios de comunicación y paz; A dos años de firmada la paz en Parakratos; ¿Volverá la guerra?; y Democracia virtual.
Todos
mis afectos a quienes están a pesar de la adversidad.
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