A medida que se habitan distintos espacios de la vida, y se reconoce el efecto persuasivo de las líneas discursivas hegemónicas de los medios de comunicación, no es difícil vislumbrar que la importancia de los discursos que escuchamos a diario está determinada no tanto por lo que dicen, sino por lo que callan. Esta mirada podría ser una de las experiencias más representativas que atraviesa el quehacer de los medios alternativos en Colombia.
Faltan
voces, imágenes, palabras y otros modos de ver el mundo en lo que escuchamos,
vemos, leemos y, conforme se imponen las necesidades del mercado, a través de un
modelo político que rinde culto a la acumulación de capitales por encima de la vida,
hasta falta volver a desear, o quizá solo se trate de desear mejor. Decirlo no
es una exageración, porque finalmente encontramos discursos que lograron
violentar y colonizar los espacios más íntimos de la sociedad.
Hace
solo tres años vimos cómo un importante porcentaje de la población votaba en
contra de la paz, diciéndole no a la refrendación del Acuerdo Final entre la
exguerrilla de las FARC y el Gobierno que finalizaba una guerra de más de
cincuenta años. Esto se presenta a manera de una radiografía que muele los
huesos, que los vuelve polvo dejando escombros de una sociedad inmensamente
religiosa que va a misa, se persigna y ofrece un saludo de paz, que tiene el
perdón y la reconciliación como uno de los pilares fundamentales de la doctrina
religiosa.
Son
este tipo de ejemplos los que nos dicen que enfrentamos un tipo de discurso,
enquistado durante décadas, que colonizó algo tan íntimo como la religiosidad
de las personas, provocando acciones ajenas a la espiritualidad que les convoca,
acciones contrarias a la paz, la reconciliación y el perdón.
Nos
hallamos entonces ante un discurso que además de desconocer, omitir la
multiplicidad de rostros que componen la sociedad, centra su carácter agresivo
en lograr que quienes no están representados terminen asumiéndolo como propio.
Por tanto, no es una simple omisión, una accidentalidad y, menos, una
improvisación. Es una decisión profundamente política que impone determinados
intereses sobre poblaciones que asumen algo ajeno como verdadero y creíble, un
artificio que no se forjó al calor de lo múltiple, al fuego de lo colectivo, y que
nos dejó a merced de una verdad simulada y fría.
Cuando
pensamos en el conflicto interno colombiano en relación a los medios de comunicación,
convertidos hoy en corporaciones mediáticas, los análisis van más allá de la
simple producción de información y contenidos sobre los hechos de la guerra.
Hay otras implicaciones, puesto que están asociados a un proyecto político
determinado por sectores de la economía; o expresado de otro modo, éstos tienen
como tarea ser una extensión más del ejercicio del poder de quienes son sus dueños,
trayendo consigo un desequilibrio, una correlación de fuerzas desfavorable representada
en el monopolio de la audiencia del que gozan para imponer contenidos, temas,
discursos y, en últimas, una ideología.
Para
los medios alternativos esta situación no es un redescubrimiento, ni un hecho
novedoso, pero sí un reto diario de sobrevivencia, una lucha que si no se
reinventa constantemente, perece. Estamos inmersos en una guerra mediática, en
términos literales, donde la vida está en juego cuando perdemos batallas que
tienen como fin el posicionar la salida dialogada al conflicto colombiano,
cuando la voz de la guerra se impone y continúa cegando vidas y hace de la
sangre el festín de una ideología que se perpetúa a través de gobiernos, o
minúsculos sectores de la sociedad, que se alimentan de la desigualdad, el odio
y los crímenes de Estado.
Volver
nuestra mirada hacia las voces y rostros que son marginados por estos discursos
que el poder impone como verdad simulada, no es simplemente una cuestión
estética que aporta a la construcción equilibrada del nuevo relato nacional de
los hechos que rodearon el conflicto colombiano; en un contexto de guerra
mediática prolongada, de correlación de fuerzas desfavorable, hacerlo es un
acto de resistencia para los medios alternativos que ven en la verdad del
conflicto un escenario en el que no es suficiente que la verdad “exista” como
un relato “equilibrado” de la guerra, además se requiere que ese relato sea un
espacio habitable, cotidiano, que confronte en todos los espacios de la vida a
los discursos que se erigen suplantando las voces de pueblos y comunidades.
¿Cómo
se manifiesta esa verdad del conflicto en las calles, la protesta social, y la
vida rural donde la guerra se mantiene generando víctimas de forma directa? La
verdad no se construye o reconstruye solo a partir de hechos pasados, no
narrados, omitidos o tergiversados. La verdad habita y se manifiesta en
resistencias que la viven, aún sin que ésta haya sido documentada o alguien les
dijese que la verdad es lo que les mueve.
Para
las comunidades y grupos humanos que padecen el conflicto y luchan por cambiar
el orden de iniquidad que gobierna, verdad y dignidad son cuestiones
inseparables. Sin la dignidad de quienes luchan no habría espacio habitable
para que la verdad tenga vida. Es una verdad que se lucha, que se vive de
manera digna.
Podría
llegar a pensarse que resulta excluyente y reduccionista asociar verdad y
luchas sociales de forma privilegiada para el análisis. Sin embargo, lo hacemos
afirmando que el conflicto interno, la guerra en Colombia, no ha terminado, y
el actual Acuerdo de Paz es un escenario para la búsqueda de verdad con
particularidades para las víctimas, y otras que les cobija y nos dan puntos de
referencia para la no repetición, o superación, en algún momento, de la guerra.
Es
cierto que muchas de las víctimas del conflicto jamás solicitaron ser parte de
la guerra y, de igual modo, tampoco fue necesario que participaran de lucha
social alguna para sufrir la crudeza del conflicto interno. Familiares que
buscan a sus seres queridos, que preguntan por qué fueron asesinados o
desaparecidos, requieren respuestas que gracias al Acuerdo de Paz pueden o
podrán responderse si se cumple a cabalidad lo pactado en la Jurisdicción
Espacial para la Paz (JEP), la Comisión de la Verdad y la Unidad de Búsqueda de
Personas dadas por Desaparecidas (UBPD), instancias o espacios creados para
avanzar en este sentido.
No
obstante, debe decirse, a riesgo de parecer insensibles, que la verdad del
conflicto está conectada, hace parte, pero sobrepasa la verdad de las víctimas
que en algunos casos responde a particularidades propias de cada situación
vivida.
Las
víctimas exigen respuesta y esto no es aplazable. Responderles significa
reconocer la deuda de una sociedad que privilegió la vida de unas personas por encima
de otras, que dejó de mirar lo que ocurría por conveniencia, o porque
simplemente era más cómodo vivir en la burbuja de confort que ofrece la democracia
virtual del televisor, o por estar sumergidos, hoy por hoy, en la fascinación de
las pantallas de sus teléfonos celulares.
A
esta realidad del conflicto también es necesario añadir que la verdad de las
víctimas hace parte de una verdad de fondo que no terminó con la firma del
Acuerdo de Paz, y que tampoco culminó o se quedó quieta en el contexto o tiempo
que vivimos. Porque las causas que originaron el conflicto interno persisten y
han prolongado la guerra, su voracidad, así como los crímenes de Estado. Y en
respuesta, no es extraño que la protesta y lucha social se mantenga como una
verdad que se vive a diario, que se documenta y se cubre por los medios
alternativos, pero que no se archiva como un hecho superado.
Ahora
bien, ¿por qué la insistencia en nombrar la guerra cuando son la paz, la verdad,
y la reconciliación algunos de nuestros objetivos? Sencillamente porque ésta
persiste, y no se puede omitir o maquillar su crudeza, del mismo modo que no se
puede dejar de mostrar aquello que dificulta el camino. No es una apología al
conflicto interno ni una forma de minimizar el trabajo de quienes trabajan por
la paz. Hoy hablamos de la guerra de la misma manera que lo hacíamos mucho
antes de firmado el Acuerdo de Paz, cuando hablar de salida dialogada y
política al conflicto, reconociendo la crudeza de la guerra, era motivo de
señalamiento, de estigmatización y persecución.
Por
eso los medios alternativos hoy continuamos hablando de la guerra. Hay
diferencias en comparación a años o décadas anteriores, pero la necesidad de discutir
sobre ello, en relación al Acuerdo de Paz, y por fuera de éste cuando es el
caso, es una verdad en disputa que varía según la voz que la narre o la
manipule según sus intereses.
En
medio de esa disputa de los discursos de la guerra están los medios
alternativos, reconociendo lo que callan y a quienes desconocen el rostro en
los territorios de la Colombia profunda y las calles que viven el conflicto, que
resisten a políticas gubernamentales de iniquidad, prolongación de la guerra,
criminalización de la protesta social y paramilitarismo.
Los
medios alternativos se mueven en este tipo de escenarios donde actualmente las
líneas discursivas del Gobierno imponen una verdad simulada que omite términos
y frases como “paramilitarismo”, “asesinatos sistemáticos”, “causas sociales que
originaron el conflicto”, y otras artimañas del lenguaje que no podríamos
analizar si todo se redujera solo a la producción de contenidos periodísticos.
El
análisis de los discursos también mueve el quehacer de la comunicación
alternativa, popular, dando elementos para la creación periodística y
cuestionamiento de verdades impuestas, entendiendo que la verdad es un
ejercicio de poder capaz de desconocer hechos como la masacre ocurrida en El Tandil, vereda ubicada en zona rural de Tumaco (Nariño) donde, el 5 de octubre
de 2017, la policía disparó de forma indiscriminada, asesinando a siete
personas y dejando cerca de 27 más heridas que protestaban contra la
erradicación forzada de cultivos de uso ilícito, al tiempo que exigían
cumplimiento del punto 4 del Acuerdo de Paz que establece mecanismos para la
sustitución voluntaria.
Esa
verdad simulada del poder hoy mantiene este caso en la más grotesca impunidad,
al punto de lograr que la masacre dejara de ser investigada por la justicia
ordinaria y pasase a ser tratada por la justicia penal militar, algo que
convierte a los responsables en juez y parte que se investigarán a sí mismos
como forma de garantizar un resultado favorable para los crímenes de Estado.
Pero
si la verdad es un ejercicio de poder que imponen quienes lo ostentan, en este
caso el Gobierno que además posee el monopolio y uso de las armas, para las
víctimas y luchas sociales la verdad emerge como un ejercicio de dignidad. En
este sentido, planteamos la verdad como aquello que no existe por sí misma, no
hablamos de la verdad para la verdad, sino de la verdad como un territorio
habitable que se construye, y que si no se habita ni se defiende es usurpada,
tergiversada y manipulada por el poder.
Los
medios alternativos nos ubicamos en esa verdad habitable que defienden las
luchas sociales, que se vive como un territorio de mentalidades que confronta
discursos hechos, e impuestos, para desconocer el rostro de comunidades y
poblaciones enteras que luchan contra la injusticia y en favor de un mejor
vivir.
Por
eso sabemos que no basta que la verdad exista, que además de hoy contar con un importante
documento de 800 páginas, realizado por la Comisión Histórica del Conflicto y
sus Víctimas, que describe un relato equilibrado de la guerra en Colombia, se
requiere que la verdad se viva en lo cotidiano, se recree y defienda para que
no muera ni sea usurpada por poderes que viven de la injusticia, la explotación
humana y que, además de imponerse con discursos posicionados por sus medios de
comunicación, se perpetúan con fuerzas o ejércitos irregulares como el
paramilitarismo.
Son
estas algunas de las discusiones que nos indican que, más allá de la producción
de contenidos periodísticos, a los medios alternativos asimismo nos asiste la
tarea de no olvidar que hacemos parte de la conciencia crítica de la época,
algo que incomoda no solo al poder de la verdad simulada, sino también a gente lejana
y cercana, y que podemos observar en temas como el Acuerdo de Paz, cuando afirmamos
que éste, definitivamente, fue traicionado por el Gobierno.
Que
la verdad se habite, se viva y defienda es nuestra garantía para que la memoria
no se confunda con hechos históricos rescatados del olvido que solo consultamos,
con nostalgia, tratando de encontrar o recuperar infructuosamente la nuestra, o
como forma de disimular nuestra impotencia. Es la memoria un territorio
habitado entre lo que hemos sido y aún no somos, de rostros que quisieron
apagar pero que alumbran un territorio de luchas compartidas, que no omite
trochas ni calles para caminar hacia la paz y reconciliación, un encuentro de
territorios para defenderse, resistir, derrotar y superar con dignidad la
guerra que nos suplanta, borra y expropia lo más querido.
_____________