Música y arte también habitan en las cárceles. Solo la solidaridad nos hará saber si somos mejores que aquello que nos mata. Hota nos escribe desde la cárcel de Palmira, días antes de las protestas en los centros penitenciarios que exigen dignidad y garantías para la vida durante la pandemia.
Por: Hota
Aunque la mayoría de los escritos que realizo son de corte político, con análisis de coyunturas, diagnósticos y algunos hasta panfletarios, hoy me invita la pluma y el papel a escribir sobre la música (que no quiere decir que deje de ser también algo hasta político) y mi experiencia en “Las tumbas”, para recordar siempre al gran Maelo Rivera, el Brujo del Borinquén.
No les hablaré de mis posturas ideológicas, que siguen
intactas, al lado de los explotados, de “los nadies”, “los ninguneados”, como
escribió el poeta Eduardo Galeano; les hablaré de la música en un centro
carcelario y su actuar cotidiano.
Recién llegado al centro de reclusión (me encuentro en un
calabozo, solo con mi ser, con mis demonios), las primeras imágenes por fuera
de mi familia y mis seres queridos que me llegaron fue la de Andrés Caicedo (por
el lugar en el que estaba, un calabozo), la del Che (detenido en Bolivia), la
de Carlos Pizarro (detenido en La Picota), y años después, herido, cuando iba
ya apostándole a la paz (luego traicionada), y como ya lo mencioné, me llegaba
el eterno “sonero mayor”, porque “si sigo aquí, enloqueceré”.
En el calabozo cercano, había un hombre con un radio, ¡qué
maravilla!, era un Sony grandecito, de esos que usan los antiguos vigilantes de
barrio, o que usan todavía en algunas zonas rurales. Su dial entraba en un
incansable movimiento buscando melodías, al gusto del propietario. Le gustaba
el reguetón, las baladas y de vez en cuando paraba en lo que él llamaba “un
clásico salsero”, que podía ser alguna canción del Gran Combo, Ismael Rivera,
Los Hermanos Lebrón y hasta el grupo Niche, aunque también a veces me
sorprendía cuando sonaba algo más “bravo” o algo nuevo, como “así vivo yo” de
la orquesta Colón, “el sol de la mañana” de Nelson y sus estrellas, “cinco a
diez” de Azabache, “parte de mi vida” de Bum Bum Mezclao.
En ese lugar pasé varios días, solitario con mi penar,
leyendo algunos libros (de los menos malos de este lugar, ya que la mayoría era
de superación de personal o religiosos) y escuchando la música del “vecino”.
Cuando llego al patio, llego al mundo de la bulla constante.
Los primeros días era algo enloquecedor tanta bulla y casi todo el día, pero
con el pasar de los meses, uno llega a acostumbrarse un poquito, siempre hay un
radio sonando, acá también se les dice “loros” o “chatarrita”, sobre todo
cuando se va a pedir prestado (por ejemplo, ¿no tiene una chatarrita que me
preste?). La vaina con estos radios es que estos no andan en búsquedas de
melodías porque funcionan con memorias (micro SD), y ya ahí impera el gusto de
cada quien. Por cierto, este tipo de radios, como las memorias y claramente los
celulares están prohibidos al interior de estos centros.
Suena la música todo el día y entiende uno que más que para
enloquecer es para es para liberar, es para acompañar, para recordar y hasta
para olvidar.
El repertorio musical es muy variado, se oye desde la
música de “cantina”, reguetón, rap, hip hop, electrónica (que aquí me toca
mencionar un pelao que hace mezclas desde el celular y lo quedan chéveres con
su estilo particular), baladas, poco vallenato, y salsa. El fuerte son las
canciones más conocidas, la salsa comercial, la salsa romántica y a veces
alguno que se atreve a poner algo no tan conocido.
El silencio aparece ya en la noche, a la hora de dormir, y
eso, porque a veces el sonido de un ventilador hace de las suyas, pero la
música sí para unas horas, y da lugar al descanso, a dormir, que es otra forma
de escapar de esta realidad.
Cuando amanece ya se escucha un radio donde suena “todo
empezó en el momento indicado”, “ni te lo imaginas”, “cuando nos miramos”,
“aquel viejo motel trae el recuerdo…”, “mía, aunque estés con el durmiendo
sabes que eres mía…”, “qué tiene él que no tenga yo…”, “lo mejor que hiciste
fue dejarme…”, y así, muchas de ese estilo de salsa, que en lo personal algunas
pocas logran gustarme, pero que tienen un buen público, o que lo digan los
encuentros de alcoberos.
Para tranquilidad mía, de otro radio sale don Pablo
diciendo “oigan, aquí llegamos nosotros…”, luego aparece Frankie con Markolino
“si los rumberos me preguntan qué es lo que tiene mi rumba…”, “a donde quiera
que vaya, iré cantando…”, en la voz de Pellin Rodríguez con la orquesta de
Serafín Cortéz, “Por allá en la serranía se oye el golpe de un tambó, llamando
a los parranderos…” de Gustavo García “Pantera”, y en medio de estos temas
alguna timba infaltable de don Juan Formell o Isaac Delgado, y algunas
canciones de esas bandas o cantantes nacionales e internacionales que tienen
unos temas “pegados”, con canciones con buenas sonoridad y acogidas en los
barrios.
En esta cotidianidad que es muy bien descrita por Ismael
Rivera, de monotonía, algunas canciones nos hacen tararearlas, silbarlas,
cantarlas y hasta tocar instrumentos imaginarios. Canciones, música que nos
toca las fibras, que nos alegra o nos conmueve, que nos lleva a otros lugares,
música que nos hace terapia, que nos ayuda, música que nos hace libres.
Y mientras voy cerrando este ejercicio liberador de
escribir, en un radio narran un partido de futbol del América, y en otro suena
“Aurora de rosa en amanecer, nota melodía que gimió el violín…” que me lleva a
las calles calientes de los barrios de mi Cali Calentura.
¡Muchos Ashé!
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