En las sociedades actuales es común sentir
una constante vigilancia en todos los espacios que frecuentamos. Al salir de
nuestros hogares, lo primero que encontramos en la calle es al celador de la
cuadra, una cámara en lo alto de un poste de luz, las cámaras de fotomultas,
las señales de tránsito que nos indican qué hacer y en qué momento hacerlo.
Llegamos a nuestros lugares de trabajo o estudio y somos monitoreados por dispositivos
de video que registran hasta la manera como masticamos el chicle. Si al
terminar la jornada, pasamos por el supermercado, hay un número “imperceptible”
de ojos puestos sobre nosotros: personal de vigilancia, cámaras, espejos
convexos, etc. Todos nuestros comportamientos están determinados por la
supervisión de un gran ojo que todo lo ve, pero que muchas veces no puede ser
visto.
La innovación de los sistemas de
vigilancia con dispositivos cada vez más avanzados, ha permitido que incluso en
lugares como los centros educativos se instalen cámaras para monitorizar a sus estudiantes
en distintos espacios de los planteles, aquellos que se adaptan para el
aprendizaje, el esparcimiento, la práctica científica y deportiva, hoy disponen
de cámaras que, a consideración de muchos, invaden la privacidad de los
custodiados.
Tal como lo expresó Foucault en su obra
“Vigilar y castigar”, existe un sistema que rige conductas y para ello se vale
de técnicas que controlan las actividades cotidianas de los individuos. Bajo la
justificación de garantizar una “buena disciplina”, se utilizan medios de
control como la vigilancia jerárquica
que, para este caso, se materializa en cámaras que hacen las veces de ese ente
que todo lo ve. No obstante, la instalación de dichos aparatos no es el único dispositivo
de vigilancia presente en las escuelas y colegios, pues, al igual que en los
centros penitenciarios, la estructura arquitectónica es el panóptico, un modelo heredado del medioevo monástico al que se
refería Foucault en su obra más conocida. Es decir, que desde la forma como
fueron diseñados y construidos, hasta las últimas medidas de seguridad
impuestas, los centros educativos y penitenciarios guardan similitudes; ello
resulta una paradoja, teniendo en cuenta el propósito de cada uno y la
población que asiste.
Con lo anterior no quiero decir que un
colegio es igual a una cárcel, pero sí que sus sistemas de vigilancia y control
tienden a usar los mismos métodos y herramientas. Así, se tienen jóvenes
obedeciendo normas solo porque se sienten permanentemente vigilados, y no
porque exista una convicción auténtica y real de las conductas correctas e
incorrectas. Además, los comportamientos
naturales de los estudiantes, como correr por un pasillo, jugar con agua en el
baño, o incluso darle un beso al novio en algún rincón del salón de clases, ya
son pensados dos veces, porque no faltaría el llamado de atención por el ojo
‘sapo’ de una cámara de vigilancia.
El problema no radica en que los planteles
educativos tengan monitorizados a sus estudiantes comiendo papitas en el
descanso, sino que detrás de ese hecho, existe todo un sistema social, político
y cultural, aquel que nos dio a conocer George Orwell en “1984”, una entidad que
controla y vigila tanto como le sea posible.
Por: Tania Ospina*
____________
*Tania
Ospina es comunicadora social y participa de los
talleres de periodismo escrito del proyecto Memoria y saberes con voz de juventud, iniciativa seleccionada por el Programa Municipal
de Concertación Cultural de Palmira, que dirige el periodista Alexander Escobar,
integrante de la Red de Medios Alternativos y Populares (REMAP).
**El título del artículo, El Gran Hermano, hace referencia al personaje de la novela 1984 de George Orwell, un gobernante autoritario que solo es visto a través de sistemas de vigilancia y control conocidos como la "telepantalla" (Nota de REMAP).
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.