Vivimos atravesados por afectos efímeros y otros que
perduran o son permanentes. Y lo que sentimos está aferrado a la fuerza de las
emociones que se ligan a la memoria. De este modo los sentimientos, atravesados
por un flujo de afectos que entrañan pasiones y abismos, elevan la memoria más
allá de un sistema de datos, sucesos, cifras y acontecimientos que marcan un
periodo de tiempo o experiencias particulares, o vivencias de comunidades que son
estudiadas por las ciencias humanas.
La memoria es sentimiento de permanencia que nutre
nuestros cuerpos con historias afectivas de vida, que transforman miradas en
mapas que a veces delatan y trasparentan lo que somos, o brújulas que esconden pasos
marcados por la espera que habita tras cada puerta, tras cada umbral: trochas zigzagueantes
con tropiezos, una aventura en picada o en subida que camina gracias a nuestras
experiencias.
Sin embargo, el cuerpo –esa bella mezcla de biología,
decisiones y memorias– no es eterno, al final se desvanece. Su desaparición no
siempre ocurre por los ciclos cambiantes, en movimiento, de la vida, por aquello
que llamamos “de forma natural”. Muchos cuerpos son borrados a la fuerza,
pretendiendo arrastrar con ello memorias que afectan el orden establecido, el
statu quo.
Pero la memoria es un sentimiento terco, ligado a la
dignidad, donde los afectos toman un lugar político. No hay acciones que no las
mueva una emoción, una pasión, una memoria afectiva de dignidad. No hay calle tomada
ni consigna contra el poder que no emane de un corazón abierto.
Y así como se ama el aliento cercano, las
cotidianidades compartidas, de igual modo, en algún momento, se odia y se
maldice, o se busca venganza contra lo que desde el poder asesina y nos arrebata
cuerpos, vidas que fueron luchas y memorias de dignidad que heredamos.
Dentro de ese trasegar puede suceder que nos ocultemos
a sentimientos que producen ira, negar la rabia que genera la injusticia. Esta es
una situación que refleja un alma que, por vergüenza o prejuicio de lo “políticamente
correcto”, niega sus intensidades, provocando el aplazamiento de una
responsabilidad afectiva que tramite emociones que pueden terminar en tragedia
y desilusión.
Sucede también que ello desencadene escenarios donde
personas profesan una vida bañada por una luz permanente, un estado de
tranquilidad perpetuo, siendo esto una sutil forma de ocultar que al final
escogieron el exilio para su alma, una máscara que oculta su decisión de
preferir huir del dolor que produce la impotencia, un artificio para tapar con
una luz cegadora nuestra incapacidad de cambiar el orden establecido, ya y para
siempre. Así sus vidas se convierten en faroles que profesan iluminación para
cegarse a ellos mismos y a quienes les rodean y siguen.
Está bien el sentirse agotado y querer abandonarlo
todo en algún momento, el asilarse y darse un tiempo a solas, porque nuestras
vidas son crisis permanentes de tramitar emociones que incluyen la desilusión y el dolor, y las formas en que podemos vivir a pesar de ello.
Lo que no está bien es entregarnos a la desesperanza,
el profesar una derrota inexistente que se olvida de quienes se encuentran dándolo
todo, hasta su vida, como sucede desde hace siglos, desde cuando nuestros
pueblos indígenas fueron masacrados al estar en desventaja frente al poderío
militar de los españoles.
Muy a pesar de las masacres vividas en tiempos de la
Conquista, y tiempos de repetidas configuraciones del terrorismo de Estado, de
repetidas masacres del paramilitarismo que perpetúa a una clase social en el
poder, es importante recordar que a veces somos el camino, la trocha que se
transita, pero no siempre la llegada.
Y se habrá de llegar porque hay una memoria digna
cuya herencia afectiva nos lleva a luchar a las calles, y a todos los
escenarios de la vida donde haya que combatir hasta derrotar a la tiranía.
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